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DEUX EX MACHINA

 

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Dios

Desde niño recuerdas al barbudo bastón en mano. Santa Claus pero sin rojo. En vez de botas: sandalias, en vez de pantalón y saco: una manta bíblica; El Abraham de Caravaggio, Jodorowsky avejentado.

Siguió apareciendo en bifurcaciones cruciales:  Raquel o María?  México o Israel? Tenerlo o no tenerlo? Confesar o fingir?

No lograba comprender su respuesta; Parecía hablar español pero en otra frecuencia.   A mis oídos solo llegaban rugidos de oso. Invariablemente la conversación concluía con una promesa de fidelidad: “Sácame de ésta y creeré en ti”; 

 

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Las contadas veces que acompañé a mi padre a la sinagoga, siendo yo un niño, las cubren sentimientos oscuros de miedo y aburrimiento;

Lograba apreciar la bella voz del Hasan (el rabino que dirigía el rezo) y la bella melodía de un Klezmer a capela. También el movimiento de caderas de los demás feligreses al rezar, erótico y rítmico, me divertía por un rato e intentaba imitarlo.

Pero eso no  bastaba para darle algún sentido a mi estar ahí. El repetir mil veces “Dios eres grande, alabado sea tu nombre”, me resultaba ridículo. (Entiendo todo ese mecanismo de entrar en trance a través de un mantra, pero nunca me funcionó). Recuerdo contar los minutos por segundo, del uno al sesenta, en espera de que esa tortura terminara.

 

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Mi primer encuentro con la religión católica fue en el cuarto de la nana. Como buen cuarto de azotea solo una pequeña rendija permitía la entrada de luz y en poco ayudaba a la circulación del aire. Por ende ese primer encuentro fue húmedo y oscuro. Tres imágenes colgaban de las paredes: La virgen de Guadalupe, una bellísima interpretación de la crucifixión (que años después reconocería en el Museo del Prado como de Velazquez) y un acercamiento al rostro de Jesús acompañado de alguna leyenda que no recuerdo. Este último era el que más me impactó. A pesar de que su mirada se elevaba al cielo en busca de consuelo y clemencia, para mi tenía el efecto de la mirada horizontal del hipnotizador. La sangre que manaba de su piel a través de ese círculo extraño hecho de alambre de púas, aunada a ese par de lágrimas que brotaban de sus ojos, hacían estremecer mi cuerpo. La belleza y el dolor se ligaron de por vida en mi mente así como en la de Mishima.

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